Los papeleos del juicio fueron rápidos. Una
presunta violación y maltrato laboral, encima con testigos. Algo casi normal en
el día a día de la justicia. Un actuado trastorno por shock delante del juez aumentó la sentencia. Kevin lamentaba no tener un par de años menos para que se sumara “abuso
al menor” en el paquete de acusaciones. La indemnización que obtuvo fue
descomunal y dejó a su jefe en la bancarrota, por no mencionar el desprecio
social que sufriría él y toda su familia. Incluso recibió una carta de su jefe,
escrita de su puño y letra pidiéndole que retirara los cargos. Pero Kevin no
estaba satisfecho. A él no le interesaba el dinero, quería hundirlo de verdad,
más si cabía. Quería que su jefe sufriera en sus carnes la sensación de
impotencia que él había tenido. Para ello debía maquinar una jugada estratégica brutal,
pero no tenía la capacidad mental suficiente. Necesitaba más de aquello que le había
dado “sus nuevas habilidades”, tal y como él lo llamaba. En realidad sus nuevas
capacidades intelectuales eran un efecto secundario del gas que le salvó la
vida ante el cocodrilo monstruoso. Después del incidente con el cocodrilo capturaron vivo al
monstruo y el zoo de la cuidad lo compró para exposición. La presión de la
gente y el argumento por parte de asociaciones en defensa de los animales de
que en manos del gobierno “aquel inocente monstruo” moriría sin remedio después
de mutiladoras investigaciones hicieron que los responsables militares del
cocodrilo lo donaran al zoo a regañadientes. A Kevin se lo habían puesto en
bandeja. Se dirigió al zoo, allí fue directo al enorme y reforzado terrario que
contenía a su antiguo conocido y sin pensárselo dos veces entró. Es curioso
cómo las jaulas se preocupan de que ninguna bestia salga de su cautiverio pero
no se preocupa de que alguien entre dentro. Se puso cara a cara con la bestia. La gente empezó a gritar y a ofrecerle una mano para salir de allí,
pero ni Kevin ni el cocodrilo estaban escuchando. Kevin se aproximó a él, acercó
la mano, le acarició el hocico y luego le abrazó su inmensa boca sin notar resistencia por parte de su descomunal amigo. Las personas
que vieron la escena enmudecieron de la sorpresa. Kevin y el cocodrilo
lloraron.
Toda la seguridad del parque zoológico se
movilizó y anestesió rápidamente al cocodrilo. Sacaron a Kevin de allí. Vino la policía y
lo interrogaron. Asociaron su acto de locura al trauma del juicio que había
tenido. Al poco rato lo llevaron a casa.
Kevin tenía lo que necesitaba. Su segundo
encuentro con su querido cocodrilo le había aclarado la mente y se puso en
acción de inmediato. No durmió en toda la noche maquinando el plan, u “obra
maestra”, tal y como lo llamaba. Estuvo escribiendo folios y folios, perfeccionando la nota que
iba a darle por la mañana a su jefe, debía de quedar perfecta. Su inspiración residía
en la carta que había recibido anteriormente pidiéndole que retirara las
acusaciones.
Al día siguiente, el jefe de Kevin miró el
correo y encontró un paquete, dentro había una botella de vino carísimo y una
nota. La nota decía que quería pedirle perdón personalmente, todo lo que había
ocurrido era una chiquillada en forma de cruel venganza y quería verle por la
tarde en su lugar de trabajo. El pobre hombre sonrió e incluso se le escapó una
lágrima. Celebró con su mujer el agradable giro de los acontecimientos y
descorcharon la botella a la hora de comer. Por la tarde, antes de coger el
coche para su cita llamó a su abogado y le dejó un mensaje en el buzón de voz: “Esta
noche nos vemos, todo esto va a acabar muy pronto”. Subió al coche y se dirigió
al lugar de trabajo. Se sabía el camino de memoria y el entusiasmo le
hizo ir más rápido de lo normal pero, al pasar a través de un paso de peatones
atropelló a alguien que había salido de la nada. Salió del coche a ver el
estado de la víctima. Kevin estaba tendido en el suelo, le sangraba la cabeza y
sonreía.
A su jefe se le cayó el alma a los pies.
Llamó a la policía, no quería que lo acusaran de darse a la fuga después de
todo lo que había pasado, pero los acontecimientos fueron peor de lo que se imaginaba.
Para empezar le hicieron pasar por el control
de alcoholemia habitual y dio positivo, a causa del vino que había tomado al
mediodía. El mensaje que le había dejado a su abogado poco antes en el buzón de voz fue utilizado
en su contra para condenarle por asesinato con premeditación. Intentó probar su
versión entregando la nota que había recibido pero no contenía huellas de
Kevin, además, después de un estudio más exhaustivo, comprobaron que la letra de
aquella nota coincidía con la letra del acusado. Cuanto más intentaba salir de
aquel foso, más se hundía. La cárcel fue un destino irremediable.
Kevin estuvo en el hospital inconsciente
durante tres días, al cuarto murió. Pero antes de morir su madre jura que dijo:
“no me arrepiento de nada”.
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