Estuvo toda la noche llevando cajas del
almacén al centro religioso a través del pasillo e instalando todos los
dispositivos en los pilares centrales de aquel lugar. A las 4 y media de la
madrugada ya había acabado. Volvió al despacho, el lugar donde su hijo y el
científico loco habían muerto. Vio que dentro del bolsillo de la chaqueta que
había puesto encima del cadáver de su hijo brillaba su móvil. Un escalofrío
recorrió su cuerpo. No había pensado en su mujer hasta ese momento. ¿Cómo iba a
decirle que Alejandro había muerto? Cuando vio que algunas llamadas también
eran de Gabriel otro malestar le hizo recordar que había faltado al trabajo
hoy, el día que la investigación sobre los suicidistas iba a abrirse. Las
piernas le flojearon y se sentó en el suelo. Se pasó la mano por la frente y
vio que la tenía sucia de todo el trabajo que había hecho. Estaba agotado mentalmente
y físicamente. Necesitaba descansar pero tenía miedo de quedarse dormido.
Quería pensar, sabía que la locura que iba a realizar lo condenaría de por
vida. Era un suicidio. Descubrió que si no fuera porque su hijo estaba muerto
no se arriesgaría a hacer lo que iba a hacer. Recordó la última frase de su
hijo. “Papá, te odio”. Recordó
también lo que le dijo el chico suicidista en el bar. “Una frase que dijera lo
contrario a lo que te ata al mundo”. Para Alejandro lo único que no lo
impulsaba a suicidarse era el amor que tenía hacia su padre. Lloró amargamente.
En ese momento comprendió que ser suicidista era una condena. La última frase
que dicen es lo que los mata. Es lo que iban a llevarse al más allá. Se sentía
culpable por la muerte de su hijo. Era irónico, debía sentirse orgulloso por
ser lo único que mantenía a su hijo con vida pero sentía lo contrario. Entonces
otra frase le pasó por la cabeza. “Papá, salva al mundo”. Eso le dio fuerzas.
Miró el reloj, eran las nueve de la mañana, se había quedado dormido sin
remediarlo. Se levantó decidido, cogió el teléfono y llamó a Gabriel.
-¡Tío, nos has tenido a todos en vilo toda la
noche!
-Ya, lo sé. Lo siento.
-Tu hijo también ha desaparecido, ¿estás con
él? – David miró a Alejandro.
-Gabriel, Alejandro ha muerto. Envía
refuerzos y ambulancias al campamento de los suicidistas. Tengo que hacer una
cosa.
-¿Cómo? ¿Qué quiere decir que Alejandro…?
David colgó sin decir adiós. Sabía que
Gabriel había oído lo que había pedido. Cogió el megáfono de Héctor y salió de
allí. Fue por el pasillo que conducía hasta el centro religioso y abrió los
portones principales desde dentro, delante de todos los suicidistas acampados.
El sol de la mañana le cegó un instante. Cuando pudo ver observó que los
campistas lo miraban. No esperaban que nadie saliera de allí, en teoría estaba
cerrado al público. David escuchó las sirenas de la policía y las ambulancias
que se acercaban, se puso el megáfono delante de la boca y empezó a hablar.
-Fieles suicidistas. Sois únicos. Tenéis una
peculiar forma de ver el mundo que os hace especiales. – Muchos empezaron a
acercarse a escucharle. – Este edificio no es vuestro, de la misma manera que
vosotros no sois de este mundo. Este edificio es de Ana. Realmente todo gira en
torno a ella, todo es gracias a ella – La gente que lo escuchaba daban signos
de estar de acuerdo, apoyaban cada una de las ideas que pronunciaba. – Este
edificio representa ahora y representará siempre vuestra voluntad de seguir enlazados
a este mundo, de pasar por encima de cualquier problema gracias al suicidismo
que os alienta. –Hizo una pausa y vio que los agentes de policía, sus
compañeros, se colocaban alrededor de todo el campamento, volivó a dirigirse a
los suicidistas campistas.- Sois patéticos. Tenéis tan poca autoestima que os
agarráis a un clavo ardiendo para sentiros seguros. ¿No lo veis? Lo tenéis a
vuestro lado: todo lo que habéis organizado, las alianzas y amistades que
habéis creado no necesitan de alguien que os diga qué hacer, porque a la larga
dependeréis de ello. Y algún día desaparecerá ¿qué haréis entonces? ¿Qué vais a
hacer ahora? – David se dio la vuelta y mirando hacia el edificio dijo: -Yo os
digo… ¡Ana no existe!
Los dispositivos reconocieron la frase de activación
y detonaron a la vez. La explosión fue más fuerte de lo que David esperaba y lo
impulsó hacia atrás. Aun así funcionó su proyecto nocturno: el edificio se
derrumbó. La polvareda que desprendió la runa al caer hizo que no se pudiera
ver durante un buen rato. Los suicidistas, al ver que su objetivo había sido
destruido empezaron a gritar
desconsolados. Uno de ellos se abalanzó hacia David y le cogió del
cuello. Los dos cayeron al suelo. Gabriel salió al rescate: arrancó a David de
las manos de su atacante y disparó dos veces al cielo. Todos los suicidistas se
agacharon ante el impactante sonido. La policía empezó a actuar. David estaba
en el suelo de rodillas, lloraba con una sonrisa en la cara. Todo había
acabado.
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