miércoles, 12 de febrero de 2014

"El último suicidista" (10a parte)

Estuvo toda la noche llevando cajas del almacén al centro religioso a través del pasillo e instalando todos los dispositivos en los pilares centrales de aquel lugar. A las 4 y media de la madrugada ya había acabado. Volvió al despacho, el lugar donde su hijo y el científico loco habían muerto. Vio que dentro del bolsillo de la chaqueta que había puesto encima del cadáver de su hijo brillaba su móvil. Un escalofrío recorrió su cuerpo. No había pensado en su mujer hasta ese momento. ¿Cómo iba a decirle que Alejandro había muerto? Cuando vio que algunas llamadas también eran de Gabriel otro malestar le hizo recordar que había faltado al trabajo hoy, el día que la investigación sobre los suicidistas iba a abrirse. Las piernas le flojearon y se sentó en el suelo. Se pasó la mano por la frente y vio que la tenía sucia de todo el trabajo que había hecho. Estaba agotado mentalmente y físicamente. Necesitaba descansar pero tenía miedo de quedarse dormido. Quería pensar, sabía que la locura que iba a realizar lo condenaría de por vida. Era un suicidio. Descubrió que si no fuera porque su hijo estaba muerto no se arriesgaría a hacer lo que iba a hacer. Recordó la última frase de su hijo. “Papá, te odio”. Recordó también lo que le dijo el chico suicidista en el bar. “Una frase que dijera lo contrario a lo que te ata al mundo”. Para Alejandro lo único que no lo impulsaba a suicidarse era el amor que tenía hacia su padre. Lloró amargamente. En ese momento comprendió que ser suicidista era una condena. La última frase que dicen es lo que los mata. Es lo que iban a llevarse al más allá. Se sentía culpable por la muerte de su hijo. Era irónico, debía sentirse orgulloso por ser lo único que mantenía a su hijo con vida pero sentía lo contrario. Entonces otra frase le pasó por la cabeza. “Papá, salva al mundo”. Eso le dio fuerzas. Miró el reloj, eran las nueve de la mañana, se había quedado dormido sin remediarlo. Se levantó decidido, cogió el teléfono y llamó a Gabriel.
-¡Tío, nos has tenido a todos en vilo toda la noche!
-Ya, lo sé. Lo siento.
-Tu hijo también ha desaparecido, ¿estás con él? – David miró a Alejandro.
-Gabriel, Alejandro ha muerto. Envía refuerzos y ambulancias al campamento de los suicidistas. Tengo que hacer una cosa.
-¿Cómo? ¿Qué quiere decir que Alejandro…?
David colgó sin decir adiós. Sabía que Gabriel había oído lo que había pedido. Cogió el megáfono de Héctor y salió de allí. Fue por el pasillo que conducía hasta el centro religioso y abrió los portones principales desde dentro, delante de todos los suicidistas acampados. El sol de la mañana le cegó un instante. Cuando pudo ver observó que los campistas lo miraban. No esperaban que nadie saliera de allí, en teoría estaba cerrado al público. David escuchó las sirenas de la policía y las ambulancias que se acercaban, se puso el megáfono delante de la boca y empezó a hablar.
-Fieles suicidistas. Sois únicos. Tenéis una peculiar forma de ver el mundo que os hace especiales. – Muchos empezaron a acercarse a escucharle. – Este edificio no es vuestro, de la misma manera que vosotros no sois de este mundo. Este edificio es de Ana. Realmente todo gira en torno a ella, todo es gracias a ella – La gente que lo escuchaba daban signos de estar de acuerdo, apoyaban cada una de las ideas que pronunciaba. – Este edificio representa ahora y representará siempre vuestra voluntad de seguir enlazados a este mundo, de pasar por encima de cualquier problema gracias al suicidismo que os alienta. –Hizo una pausa y vio que los agentes de policía, sus compañeros, se colocaban alrededor de todo el campamento, volivó a dirigirse a los suicidistas campistas.- Sois patéticos. Tenéis tan poca autoestima que os agarráis a un clavo ardiendo para sentiros seguros. ¿No lo veis? Lo tenéis a vuestro lado: todo lo que habéis organizado, las alianzas y amistades que habéis creado no necesitan de alguien que os diga qué hacer, porque a la larga dependeréis de ello. Y algún día desaparecerá ¿qué haréis entonces? ¿Qué vais a hacer ahora? – David se dio la vuelta y mirando hacia el edificio dijo: -Yo os digo… ¡Ana no existe!

Los dispositivos reconocieron la frase de activación y detonaron a la vez. La explosión fue más fuerte de lo que David esperaba y lo impulsó hacia atrás. Aun así funcionó su proyecto nocturno: el edificio se derrumbó. La polvareda que desprendió la runa al caer hizo que no se pudiera ver durante un buen rato. Los suicidistas, al ver que su objetivo había sido destruido empezaron a gritar  desconsolados. Uno de ellos se abalanzó hacia David y le cogió del cuello. Los dos cayeron al suelo. Gabriel salió al rescate: arrancó a David de las manos de su atacante y disparó dos veces al cielo. Todos los suicidistas se agacharon ante el impactante sonido. La policía empezó a actuar. David estaba en el suelo de rodillas, lloraba con una sonrisa en la cara. Todo había acabado.

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