Lo
primero fue fácil, decidieron tener al bebé. Pablo pensó que podía encontrar
trabajo y encargarse de los dos, al fin y al cabo la única cosa que quería era
convertirse en un hombre, no le importaba si era yendo a la universidad o
empezando a tener responsabilidades patriarcales.
Lo
segundo fue más difícil.
- ¡¿Que
tú qué?! – A la madre de Pablo, Maite, se le pusieron los pelos de punta nada
más oír la historia y la decisión de su hijo.
- Mama,
no grites
- ¿Qué
no grite? ¿Pero que te piensas? ¡¿Qué puedes echar a perder toda tu vida
hipotecándote de esta manera?!
La
situación era previsible, pero Pablo quiso plantarle cara. Defendería a su
chica costara lo que costara. Mónica había sido la primera persona en atreverse
a conocerlo, la primera en querer escucharlo, en anhelar verlo y abrazarlo. De
hecho, Pablo llegó a pensar que ni siquiera su madre había llegado a ese punto
con él, que estaba demasiado ocupada en su salvación y preocupándose en “qué
pensarán los demás”… y lo vio claro cuando ella mismo lo dijo:
- ¡Que
le diremos a la gente? ¿¡Que mi hijo trabaja para mantener a un bastardo!? Iras
al infierno por esto, lo sabes, ¿no?
El
padre de pablo, que había estado callado todo el rato, tosió indicando su
entrada en la conversación. Lo único que dijo, dirigiéndose a su hijo, fue:
- Vete
Ya
estaba, ni más ni menos. Era lo que Pablo esperaba oír, el permiso de su
familia para dejar atrás aquel mundo que sólo lo había llevado por la
marginación. En ese instante Mónica vomitó.
Pasaron
los meses. Después de estar un tiempo en casa de los agradecidos padres de
Mónica, Pablo encontró trabajo, después un piso, que de tan pequeño era
ridículo, pero su nuevo nido, o mejor dicho, su nueva guarida. Él adelgazó
bastante: el sueldo no le llegaba para muchos caprichos y todo lo invertía en
ella: dietas, libros de aprendizaje, ropa pre-mamá… se podía decir que Pablo se
alimentaba de la felicidad de Mónica.
Un día,
estando en el trabajo, recibió una llamada, Mónica había sido ingresada, había
roto aguas y estaba dilatando. “No puede ser” se dijo “aún es muy pronto” y
salió corriendo hacia el hospital.
Habían
pasado seis meses, los seis meses más largos de su vida, pero en aquel momento,
rodeado de paredes de color verde, batas blancas y caras pálidas, el tiempo que
había pasado con Mónica le parecía un suspiro.
Encontró
la habitación del parto, pero no consiguió que lo dejaran entrar, no era
familiar ni pariente cercano, no era nada. Consiguió ver, por el cristal de la
puerta, el llanto de Mónica.
El bebé
no lo consiguió, era demasiado pronto para él. También había sido demasiado
pronto para Mónica, el parto se complicó y ella tampoco lo consiguió.
Pablo
se quedó solo y, tal y como estaba seis meses antes, volvió a envidiar aquellas
lágrimas que acariciaban las mejillas de Mónica.
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